miércoles, 31 de julio de 2013

Diáconos y Sacerdotes




Hablaba el otro día con un hermano sacerdote sobre el Diaconado Permanente. Parece que el tema ha venido siendo debatido en Alemania y en distintos foros eclesiásticos a raíz de los excesos que en algunas diócesis americanas se cometieron años atrás en la ordenación de diáconos permanentes.
 
Me exponía que frente a la postura, a mi modo de ver sin fundamento, de que el diaconado no forma parte del Sacramento del Orden y no es de institución divina, sino que se corresponde con un ministerio menor, otras posturas reconocen a este como lo que es, primer grado del Orden Sacerdotal, pero que en su condición de permanente puede ensombrecer, desvirtuar o desnaturalizar la dimensión profunda y trascendente del presbiterado, segundo grado del Sagrado Sacramento del Orden Sacerdotal.
 
Pues bien, la realidad del diácono permanente dista mucho de hacer sombra a la tarea insustituible del presbítero. El diácono permanente es colaborador del presbítero, desarrolla su ministerio de la mano del Obispo y su presbiterio. El ministerio del diácono permanente pierde su propia identidad cuando no hay un sacerdote cerca que celebre la Santa Misa, que confiese a la comunidad entera, que unja a nuestros enfermos con el Santo Óleo de la redención, que alimente espiritualmente al propio diácono en su ya difícil labor pastoral embebida en su propia vida laboral y familiar.
 
Todos estos argumentos por profundos y sentidos que se esgrimían, parece que no acababan de convencer.
 
Finalmente me pregunté: ¿cómo el ministerio de un diácono permanente puede minusvalorar, ensombrecer, siquiera insignificantemente, cuando es labor y amor del diácono poder ofrecer a la Iglesia Santos Sacerdotes desde el semillero de sus propios hijos?
 
Un esbozo de sonrisa apareció en los labios de mi interlocutor, mientras mi corazón elevaba una oración a Cristo y a María para que me regalaran el inapreciable don de un hijo sacerdote.

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